Es curioso el comportamiento del ser humano. Le cuesta darse cuenta de las cosas y valorar lo que tiene como al que más. De ahí, que la publicidad y la falsa promesa de un mejor nivel de vida, nos haga renegar de aquello que, en un momento dado, damos como obsoleto y anticuado.
Anque, debido a nuestro alto nivel de hipocresía, sea considerado políticamente incorrecto hablar de países pobres, en éstos, la mejor forma por economía y accesibilidad de desplazarse continúa siendo la bicicleta. Un vehículo que se utiliza para llevar a toda la familia (aunque sea de 5 miembros), cargar más bienes que en un camión y poder acceder a lugares a los que se tardaría en llegar varias horas, si no días, caminando. Se asume como casi un bien de primera necesidad, preciado y casi de lujo.
Cuando despunta el espejismo de un mejor nivel de vida económica, el automóvil irrumpe en los países como una promesa de estátus y valoración social. El viejo vehículo queda arrinconado y olvidado y se comienza con la espiral consumista de petróleo, piezas, revisiones... Todo por mantener la falsa sensación de poder.
Pero cuando esta riqueza económica se hace patente, los ciudadanos se dan, en la mayoría de los casos, cuenta de la pobreza humana, de calidad de vida y de ausencia de relaciones sociales que ha traído consigo el uso masivo e indiscriminado del monstruo devora recursos. Entonces, y sólo entonces, volvemos a mirar con anhelo a aquella sencilla máquina que nos permitía trasladarnos sin contaminar, hablar con el vecino, no provocar humo ni atascos y que dejaba más sitio en nuestras calles para caminar.
El país rico, cuanto más rico y avanzado mejor, se mira en los rudimentarios medios de transporte del pobre. No renuncia a sus comodidades, no, pero las racionaliza.
¿En qué fase estamos?
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