Puede parecer un verdadero acto de fe salir a la calle a las 6:35 de la mañana y subirte a la bicicleta cuando la temperatura ronda o está por debajo de los 0 grados centígrados. Puede parecer una locura hacer el recorrido hasta el trabajo viendo como brilla la escarcha sobre el asfalto y nubes de vapor salen de tu boca.
Pero una vez superado el primer shock, en el que razón y sentimiento luchan por salir adelante, no hay nada más gratificante que el poder desplazarse de esa manera.
A esas horas, el tráfico es muy escaso. Las rodadas de tu bici son las primeras que podrán verse sobre la somera capa de cristales que cubre algunas calles.
Mi periplo deambula, para evitar buena parte de la carretera, por un polígono industrial en el que, como bocas enzarzadas en su primer bostezo matutino, comienzan a alzarse las primeras persianas metálicas, a moverse los primeros vehículos de reparato y a parpadear los primeros fuorescentes, animados por la mano de alguien que todavía se encuentra sin ánimo.
Mirando arriba, las estrellas parpadean con su fría luz sobre un cielo como la boca de un lobo y, si acaso, la ya cansada luna te arropa con esa claridad fantasmal que ayuda a vislumbrar los lugares más oscuros.
Tras entrar en la ciudad de destino, adormecida, con sus farolas escupiendo esa luz amarillenta sobre aceras y calzadas, comienzas a cruzarte con los que tienen prisa, arropados por sus cajas de metal, intentando llegar los primeros a quién sabe dónde, adormecidos, rutinarios, demasiado veloces, mientras tu sigues con tu cadencia sobre los pedales. El entumecimiento inicial ha pasado. El frío ha despejado todos tus sentidos y te sientes vivo y pensando en que mañana te pondrás menos capas de ropa.
Sigues adelante y te cruzas con los primeros viandantes que, embozados como para cometer un atraco, se dirigen a sus trabajos o vuelven de una noche que se desvanece, entre el monótono ruido de las máquinas barredoras y de aquellos coches que se niegan a arrancar, con su chirrido estridente, saludado por los ojos entreabiertos de luces tras las persianas.
Llegas a las puertas del trabajo con la cara llena de vida, de vitalidad. Has visto una vez más el despertar de la ciudad de primera mano y no contado por una película de vidrio laminado y vibración de altavoces, de aire reciclado y malos humos y además, gozas de aparcamiento cerrado y gratuíto. ¡Qué más se puede pedir!
Disfruta del despertar de tu ciudad caminado en las distancias cortas o en bicicleta en las distancias medias. Verás tus mañanas desde otra perspectiva.
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