La educación vial que recibimos desde pequeñitos es esa: el miedo al coche.
Este miedo, y no sin razón, está arraigado en nuestra cultura y en nuestros genes desde que los vehículos a motor empezaron a adueñarse de nuestras ciudades. En los distintos códigos de circulación del mundo existen unos derechos y obligaciones de todos los usuarios de las vías públicas, pero, por desgracia, impera la ley del más fuerte.
Un peatón tiene derecho a cruzar con prioridad en un paso de peatones, pero siempre con la recomendación de que se asegure de que o bien no se acerca ningún vehículo o de que éste se va a detener. Es de sentido común: miedo al coche. Si no, ¿por qué los pasos de peatones elevados en badén? Aquí, el poder que nos da el vehículo se ve ligeramente mermado.
Un ejemplo muy claro de este miedo está en las calles peatonales con diferenciación de calzada (esas que tienen distinto pavimento en sus laterales que en el centro) o en aquellas en que la peatonalización ocurre en determinadas horas o fechas. Fijaos en cuanta gente camina por el centro de las mismas y en cuanta lo hace lo más cerca posible de las fachadas. Llevamos el miedo tan arraigado que, aún teniendo prioridad, cedemos ante la presión del más fuerte.
En la bicicleta pasa lo mismo: el gran condicionante a su uso generalizado es el miedo al coche, que hace necesaria la segregación de carriles para este vehículo para animar a los ciudadanos a usarlo, porque, cuando se ve una bici delante, hay que adelantarla a toda costa, aunque circule a la misma velocidad que el resto de vehículos de la vía. Es el mismo caso que cuando un anciano quiere cruzar por un paso de peatones: hay que acelerar antes de que empiece, luego es demasiado tarde.
Es necesario tanto un cambio de actitud, para hacer valer nuestros derechos, como un cambio radical en la educación vial: todos con derechos y todos con obligaciones, sin supeditar los primeros al miedo.
Este miedo, y no sin razón, está arraigado en nuestra cultura y en nuestros genes desde que los vehículos a motor empezaron a adueñarse de nuestras ciudades. En los distintos códigos de circulación del mundo existen unos derechos y obligaciones de todos los usuarios de las vías públicas, pero, por desgracia, impera la ley del más fuerte.
Un peatón tiene derecho a cruzar con prioridad en un paso de peatones, pero siempre con la recomendación de que se asegure de que o bien no se acerca ningún vehículo o de que éste se va a detener. Es de sentido común: miedo al coche. Si no, ¿por qué los pasos de peatones elevados en badén? Aquí, el poder que nos da el vehículo se ve ligeramente mermado.
Un ejemplo muy claro de este miedo está en las calles peatonales con diferenciación de calzada (esas que tienen distinto pavimento en sus laterales que en el centro) o en aquellas en que la peatonalización ocurre en determinadas horas o fechas. Fijaos en cuanta gente camina por el centro de las mismas y en cuanta lo hace lo más cerca posible de las fachadas. Llevamos el miedo tan arraigado que, aún teniendo prioridad, cedemos ante la presión del más fuerte.
En la bicicleta pasa lo mismo: el gran condicionante a su uso generalizado es el miedo al coche, que hace necesaria la segregación de carriles para este vehículo para animar a los ciudadanos a usarlo, porque, cuando se ve una bici delante, hay que adelantarla a toda costa, aunque circule a la misma velocidad que el resto de vehículos de la vía. Es el mismo caso que cuando un anciano quiere cruzar por un paso de peatones: hay que acelerar antes de que empiece, luego es demasiado tarde.
Es necesario tanto un cambio de actitud, para hacer valer nuestros derechos, como un cambio radical en la educación vial: todos con derechos y todos con obligaciones, sin supeditar los primeros al miedo.
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