Venía yo esta mañana a trabajar, viendo lo bonito que resulta el hielo sobre plantas y jardines y observando esos bonitos "polos" multicolor de cuatro ruedas que abarrotan los aparcamientos de nuestras calles y que, bajo ese prisma de cristales helados y así parados, resultan bonitos de ver.
La humedad en el ambiente, alta. La temperatura -2º centígrados. El estado del asfalto, húmedo y escarchado en algunas zonas.
Pues bien, en mi recorrido, evito un tramo rápido de carretera, con 3 carriles, yendo por un pequeño parque paralelo a ésta (la Ordenanza Municipal de Movilidad lo permite), rodando sobre un manto de pequeñas hojas congeladas, de blanco inmaculado sobre tonos de ocre, vamos, todo muy bucólico y bonito, hasta que he llegado al final del mismo y he intentado frenar. Mis frenos, de herradura con zapatas de toda la vida. Humedad + hielo = no freno.
Suerte de que casi iba parado porque tengo que bajar un bordillo en ese tramo. A partir de ahí, toques cortos y continuados para poder frenar.
Me acordaba yo en ese momento de la bicicleta que llevé en mi ruta por Holanda, con sus frenos de tambor, cerrados e inmunes a la humedad y factores externos y me preguntaba por qué no se generalizan. La bici de mi mujer los lleva en la rueda trasera y su efectividad no deja duda. Son fiables, no necesitan prácticamente mantenimiento y la zapata es casi eterna.
Los frenos de pastilla, ya sea sobre llanta o disco, adolecen de la falta de agarre en casos de humedad, suciedad y, cómo no, hielo o nieve. Prefiero la efectividad del tambor, testado en climas húmedos y fríos durante décadas.
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