Vivimos en un mundo y en un país en el que la privatización campa a sus anchas, ya no sólo en el modelo económico y en lo material sino en algo mucho más preocupante, en las ideas. Los modelos económicos, aunque recalcitrantes, pueden cambiar en periodos relativamente cortos, pero las ideas, esas que se graban a fuego en el subconsciente y que nos hacen creernos que lo correcto se encuentra en la realidad que nos venden, esas, permanecen a largo plazo y nos proporcionan una falsa satisfacción del "trabajo bien hecho".
Pues bien, dentro de este voraz vórtice de falsas promesas, de mejoras y bienestar, no podía faltar el transporte. Ésto no viene de ahora, llevamos ya casi un siglo así, denostando los transportes colectivos, mostrando sólo sus penas y sus incomodidades, convirtiéndolos, poco a poco, subida a subida, en artículos de lujo, para orillarnos cada vez más hacia ese modelo de transporte privado en el que uno se traslada solo, odia al resto de los que se transportan como él y colapsa las ciudades. Pero se ríe de los que avanzan sin atascos por el carril bus en ese transporte de pobres.
Pero de lo que la mayoría de las veces no nos damos cuenta es de la función social que todo medio de transporte debe tener, como parte de un medio de acercar personas, distribuir bienes y riquezas y, sobre todo, unir lugares aislados que de otra forma desaparecerían en el ostracismo. En lugar de recalcar las deficiencias del transporte público colectivo, el fin máximo debería ser corregirlas. Si se emplease en ello sólo una pequeña parte de lo que se gasta en infraestructura para potenciar el transporte privado, ya a nadie se le ocurriría que el aislamiento, los atascos, el buscar aparcamiento, es lo mejor. Una extensa, asequible y cómoda red colectiva es la mejor manera de moverse.
El último ataque a esta función social la ha protagonizado en los últimos meses RENFE (Red Nacional de Ferrocarriles Españoles), eliminando rutas que considera deficitarias. Como podréis imaginar, este déficit es sólo monetario, porque, en el ámbito humano, de desarrollo de comarcas aisladas y de hacer sentir a sus habitantes un poco más cerca de los demás, el déficit comienza ahora. El tren, es una de las principales vertebraciones de un país cohesionado, y así lo han entendido muy bien en Centroeuropa, por ejemplo. La alta velocidad, de la cual presumimos de ser el segundo país del mundo con más líneas, está bien en su justa medida, para largas distancias, pero no deja de ser un transporte, caro, para unos pocos y que sólo une urbes principales, arrasando a su paso pequeñas estaciones que dejan de estar activas. No tiene función social, sólo elitista.
Dentro de estas funciones sociales del transporte, y acercándonos al tema de este blog, podemos valorar el desplazamiento en bicicleta como un medio de transporte privado, porque lo es. Pero su función social compensa, en gran medida, su tratamiento. Los beneficios para las arcas públicas y el colectivo ciudadano en general, pasan por el ahorro en infraestructura y su mantenimiento, beneficios para la salud global de todos (hasta los que no pedalean), relanza las relaciones humanas, elimina la contaminación acústica y, en general, crea entornos más amables donde vivir.
El transporte debería tener un fin social, tanto en uso, como en beneficios ciudadanos, y hasta que no entendamos ésto, nos seguirán vendiendo felicidad envasada.
1 comentario:
Joder... qué de acuerdo estoy con este artículo.
Tienes toda la razón, las medidas para mejorar el transporte deben tener una orientación para el bien común (social + medioambiental). Y lo que has dicho de que fomentar demasiado el tren de alta velocidad une grandes urbes y el abandono de pequeñas poblaciones unidas por ferrocarril... Sí, también tiene una función social, pero no para el bien común, sino para el bien de la élite.
Así se habla... Ahora a a predicar TOD@S L@S CIUDADAN@S CON EL EJEMPLO.
Publicar un comentario