Ayer tuve la maldita suerte de toparme con un descerebrado de esos que apestan nuestras calles con sus complejos extremos y su falta de autoestima, de esos que las tienen que suplir mediante la adicción de caballos de vapor a sus inseguridades. Sí, un chulo asesino que ante la extrema falta de personalidad tienen que asegurar sus inseguridades llamando la atención con algo externo. En fin, un caso grave de estudio psicológico.
Resulta que iba caminando con mi hija por una calle de mi localidad que tiene aparcamiento a ambos lados, aceras más bien estrechas y un carril en el cabe un coche bastante justo, en definitiva, una calle en la que sería de razón reducir la velocidad por debajo de los 30 km/h ya que en cualquier momento se te puede cruzar una persona (una vida) a la que no ves. Este descerebrado asesino, porque no se puede ser de otra forma con esta actitud, arrancó desde el principio de la calle pisando a fondo y, deleitándonos con su patético ruido de tubo de escape, recorrió la corta distancia hasta el final a, calculo, cerca de 100 km/h, provocando la ira y la perplejidad entre los que tuvimos la mala suerte de toparnos con su estupidez. Por suerte, esta vez no hubo que lamentar víctimas.
Y es que, en España, sale demasiado barata la impunidad al volante. Matar a alguien con un coche, incluso borracho, a velocidad excesiva y burlándose de la vida de todos tiene unos castigos ridículos, cuando debían ser ejemplarizantes. Hay más condena por hurto que por atropello con consecuencia de muerte con agravantes. Véase el caso que se falló ayer.
Pero quiero hacer reflexionar algo más, dejando de lado estos casos extremos que, por suerte, son pocos.
En nuestras ciudades, la velocidad máxima (sí, es la máxima) permitida en la mayoría de vías son 50 km/h. Para la mayoría de conductores compulsivos es ridícula, porque hay que reconocer que dentro de un coche la sensación de velocidad es mucho menor de lo que debería ser. La suavidad con la que el pedal de aceleración da la potencia hace que nos sea imperceptible, unida al aislamiento de la falta de contacto con el exterior. O estás muy concienciado con que en cualquier momento pueda surgir un obstáculo o es la ilusoria sensación transmitida.
Para el peatón, es la costumbre; ver pasar los vehículos a gran velocidad. Sólo hay que detenerse un momento, establecer un punto fijo, y ver pasar los vehículos. Ahí es donde realmente nos damos cuenta del potencial destructivo de 1.000 kilos de acero. Porque no hay que olvidar que esas impactantes imágenes de dummies chocando dentro de un coche contra otro vehículo o contra un muro de hormigón, se realizan a esa velocidad. Todas esas pruebas del test NCAP están hechas entre 50 y 60 km/h y el destrozo se puede apreciar con claridad. Salvará la vida de sus ocupantes mediante deformaciones del chasis, absorción mecánica de fuerzas, airbags y demás idiosincracia, pero la destrucción exterior, sobre todo producida en la fragilidad de un cuerpo humano es mortal de necesidad.
Deberíamos hacer una campaña seria sobre este tema y educar en que con sólo reducir esa velocidad en 20 km conseguiríamos que más del 75% de los atropellos no acabaran en tanatorio. ¿De verdad vale menos una vida que las prisas de unos cuantos?
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